Recuerdo aquellos días fríos de final de otoño, cuando íbamos al pueblo con mis abuelos. Estaba muy contenta porque nos olvidábamos del «cole» y de los deberes; sólo teníamos que preocuparnos de jugar, aunque no como ahora con la tele y la consola.
El pueblo de mi abuela era pequeño, de montaña, tranquilo, precioso. Mi prima y yo nos metíamos en la cuadra a ver a mi abuelo ordeñar las vacas, y a los perros esperando que el abuelo girase una mano, de repente, para sorprenderles con un chorrito de leche en el hocico : se volvían locos.
En aquella época del año nos juntábamos casi todos en la familia; eran días para arrimar el hombro y ayudar a los abuelos con la matanza. Venían muchos vecinos de allí cerca, que sin avisarles ni nada, ya sabían que la abuela tendría matanza por el San Martino. A los niños no nos dejaban ver como desangraban al cerdo, pero nos escondíamos detrás de una ventana pequeña con telarañas, como si fuéramos espías investigando lo desconocido. Era esa curiosidad que tienes que vencer cueste lo que cueste.
Un rato después, ya nos íbamos acercando, como despistadas, poco a poco, para observar como desvestían al cerdo. «Vaya pelleya que tién esti gochu» decía doña Juana, la vecina de enfrente (Juanita, como la llamaba la abuela).
Despacito y con buen cuchillo se separaba al animal de su pellejo para limpiarlo bien una vez pelado. Siempre oía que del gochu (del cerdo) se aprovecha todo, y vaya verdad que es!
Con suma paciencia se sacaban todas los trozos como si de un puzzle se tratase; la concentración para extraer la carne en el mejor estado se mezclaba con las risas, los cantares y los traguinos de sidra dulce, que el abuelo Luis guardaba con celo en unas barricas pequeñas. De vez en cuando, los mayores nos ponían a trabajar también; que a nosotras nos encantaba : «Mueve el trasero y amasa esi mondongu…» y allí nos pringábamos hasta las orejas. Mari, mi prima, ponía al principio cara de asco, dejando ver que esa tarea no le agradaba pero sonreía mirándome por estar juntas de nuevo.
Tras unas horas de olor a carne por todos lados, los vecinos iban retirando ya, y mis tías comenzaban a recoger y limpiar . La cara de satisfacción de la abuela contrastaba con la de cansancio; habían sido unas horas de trabajo agotador, aunque la labor estaba terminada, y como siempre, con la ayuda de vecinas y amigas del pueblo.
Como todos los años, la abuela se dejaba caer en la noche por las casas de sus vecinas, con su gesto más risueño y agradecido para obsequiarles con diferentes trozos del gochu : a doña Juana siempre la lengua y un poco de hígado, que sabía que le encantaba; a Rosa la del guarda, un poco del lomo; Gabriel y doña Amparo se pirraban por los morros, y así a cada una. La familia disfrutábamos de semanas e incluso meses después del gorrino sacrificado : preparaba mi madre un «boronzu fritu» para chuparse los dedos y mi tía Adela tenía fama de sacar del horno una borona preñada (preñada de chorizos, morcillas, costilla…) que conseguía reunir de nuevo a todos los hermanos algún que otro fin de semana.
Qué tiempos aquellos, en los que mi abuela juraba y volvía a jurar que era el último año que se metía en aquel pastel.
Soy feliz reviviendo aquellos días de vacaciones y de matanza; aquellos días llenos de comida en cada casa; de aromas de cocina : el hígado para la sopa, el horno de mi tía, aquellas berzas, «aquelles fabes con compangu». Ahora en la ciudad, disfruto de estos recuerdos cuando llega la época del San Martino.
Los vecinos, algunos ya no están y los que están, «andan tirando» como ellos dicen. Vamos a verlos cada poco; a veces más pronto; otras menos. Aunque nunca faltamos a juntarnos mi prima Mari (y sus gemelos de 9 años), su hermano Juan José (y su nueva novia Puri) y todos los de mi casa.
Nos juntamos a revivir esa reunión cordial después de la matanza, saboreando una buena sopa de hígado, un poco de lomo, una garcillada de pote de berzas, un trocín de borona preñada (casi, casi como la de la tía Adela), picadillo, lengua estofada, callos y manos, y hasta boronzu fritu (que rico el de mamá).
Vamos a Amieva en febrero, por supuesto. Estamos como en casa … no! estamos en casa; aunque comemos más despacio, jeje.
